Vivimos
en una sociedad en la que somos más un número
que una entidad. Una entidad humana, a ver si piensan los que me leen que con
entidad pretendo decir financiera, un bolsillo con más o menos dinero (que
puede ser que así es como nos vean nuestros queridos dirigentes, como una cartera numerada con piernas y mas o menos billetes asomando).
Vivimos en un modelo social en el que hacemos creer a las personas desde
muy pequeñas que las que tengan el número más alto en una calificación sobre
conocimientos aleatorios son las más inteligentes. ¿Quién ha decidido que es más
importante saber el teorema de Pitágoras que diferenciar qué setas son
venenosas? ¿Quién ha llegado a la conclusión de que un problema matemático sólo
será correcto cuando la solución venga dada siguiendo el procedimiento exigido
por el profesor?
Se
está matando la originalidad, la
creatividad, y lo peor de todo, el amor propio de esas pequeñas personitas desde
su más tierna infancia. Porque ese convencimiento que van a adquirir desde tan
temprano, esa sensación de superioridad o inferioridad con respecto a sus más
aventajados o desaventajados compañeros, es algo que les acompañará de por vida
y que probablemente determine por completo sus futuros; es algo que va a modelar profundamente su personalidad y actitud en la vida. Estamos creando cuadrillas de críos que saldrán
de los institutos convencidos de que los números, de calificaciones o de las nóminas,
determinan sus aptitudes. Y no lo hacen.
¿Con qué derecho se dice que un niño está más cualificado que
otro? ¿En qué escala? ¿En qué materia? ¿No puede ser que a ese niño simplemente
no se le esté estimulando correctamente en lo que realmente destaca? Siempre
hemos escuchado que los adultos tienen la razón, que los niños no saben. Pero
nunca he visto guerras generadas por los errores de unos niños, ni por las
pasiones mal reprimidas de unos chiquillos, nunca he visto maldad sin solución,
terrorismo o destrucción deliberada y malsana en los juegos infantiles. Los adultos, mal
que pese, no son más que niños grandes, y como tales, no deberían decidir
libremente sobre la vida de otras personas, y menos aún siendo estas personas débiles,
pequeñas y fácilmente manipulables. Cortarle las alas al futuro de una criatura
porque sea torpe en matemáticas, o en sintaxis, quizás esté privando a la
humanidad de un brillante inventor. Y no por no estimularlo, sino por minar su confianza en sus posibilidades para destacar en algo por encima de los demás.
Ser adulto no debería implicar querer organizar a tu manera el mundo que te rodea o manejar la
situación según lo que más correcto parezca en ese momento, mirando en realidad
por tus propios intereses y convicciones. Quizás en el siguiente post sustituya
la palabra niño por pueblo, y adulto por gobierno.
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