Hoy
vengo calentita aún con el fresqui que hace y dispuesta a repartir a diestro y
siniestro, así que quien tenga un buen día de la alegría en Yupilandia y no
quiera sumirse en pensamientos reales la mar de deprimentes, que no siga
leyendo; yo ya os lo he advertido. Aunque claro, también podéis seguir leyendo
para disfrutar de mi natural y graciosa dialéctica, y pasaros el contenido por
el forro. Luego un buen trozo de turrón de chocolate, y como si nada, como
viene siendo costumbre (me lo aplico, no os preocupéis; mejor comerse un buen
trozo de turrón de chocolate que tirarse por la ventana). Y os preguntareis:
“Pero mi querida muchacha, ¿qué cable se te ha cruzado ahora para venir de un
humor tan agrio y qué haces que no estás saltando por los bosques?” Pues os lo
voy a contar, y os aguantáis, que el blog es mío y escribo lo que me da la
gana. He dicho.
El
caso es que vengo de dar una vuelta nada agradable ni alegre (gracias música
por amenizarme el suplicio) por el centro de la ciudad, tan navideño y
jolgorioso y lleno de adornos y luces, hasta los topes de despreocupadas
personas que felices terminan de conseguir sus últimas compras navideñas (me
guardo para otro día la diatriba del “¿Por qué regalamos cosas en navidad?” con
base neurológica y todo, si queréis). Y
entre esa multitud estaba yo, con la misma finalidad, para qué engañaros
(intentaba conseguir regalos y, como anecdótico y por mi naturaleza de persiana
[que se enrrolla], diré que me he vuelto con las manos vacías y veremos si no
me toca repetir mañana tamaña hazaña, toma rima).
El
caso es que mientras andaba entre esa multitud, no he podido evitar fijarme en
la cara triste del hombre del acordeón, que envuelto en su abrigo y con la
bufanda hasta la nariz tocaba un villancico amargamente alegre nada a juego con su
expresión, y en la señora que con un vasito de plástico pedía unas monedas en
la puerta de una pastelería, y en el señor que aguantaba impasible durante
horas (lo sé porque seguía con la misma postura cuando he vuelto a pasar a su
lado) arrodillado sosteniendo una bandejita (cuando yo he
pasado, los chicos de delante se han chocado contra esta bandejita y el hombre,
como un árbol, se ha mecido por un momento hacia el lado con la inercia para
enseguida volver a su posición, indiferente. La bandejita estaba vacía, por
cierto).
Y es que, al margen de estas pequeñas desgracias individuales que parecen no afectarnos mientras caminamos cargados de bolsas con regalos y bollos recién horneados, por lo visto el Ayuntamiento de mi actual ciudad de residencia se ha ahorrado 9.700€ en iluminación navideña este año. Parece ser que “el consumo eléctrico por el alumbrado de Navidad será de 124€ diarios, gastándose en total 4.741€ (el año pasado fueron 14.449€)”. Aquí la noticia:
http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/badajoz/el-ayuntamiento-de-badajoz-ahorrara-9-700-euros-en-su-iluminacion-navidena-que-sera-100-led_696170.html
A mí todo esto del ahorro energético me parece muy bien, pero aún y con todo me lleva a preguntarme… ¿Por qué está tan mal organizado todo? ¿y por qué nos quedamos todos tan callados? (Esta última creo que me la sé: Involucrarse en los problemas del mundo real significa correr el riesgo de volverse loco o un amargado al ver que no somos capaces de cambiar nada… Humor ante eso). El caso, habiendo gente pasando frío y hambre en la calle, y algunos hasta en sus casas, ahora más que nunca, ¿Es realmente más importante alumbrar las calles para envolver en un tono de falsa alegría una celebración tan inútil y sin sentido que invertir ese dinero en cosas más importantes y menos frívolas? Con 4000€ de sobra le daría al Ayuntamiento para organizar un buen banquete público y gratuito al que estuvieran invitadas todas aquellas personas que quisieran asistir (mejor me callo respecto a qué narices va a hacerse con los 10.000€ que se han ahorrado este año). Una comida caliente, con un buen postre; un buen festín de Navidad (tanto que se nos llena la boca en estas fechas con esta palabra que tan poco sentido parece tener) para todos aquellos que quieran disfrutarla. Sé que ya existen comedores sociales y demás, pero obviamente, no es suficiente.
Y me pregunto, si esto se me ha ocurrido a mí dando una vuelta por la ciudad, ¿de verdad no se le ha ocurrido algo parecido a ningún político? ¿O será que si comes muchas gambas y puedes comprar regalos sin tener que mirar los precios no te planteas estas cosas?
El
silencio te puede hacer invisible, pero la multitud también.
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